viernes, 18 de julio de 2014

ENRIQUE MOLINA. De EL DÍA Y LA NOCHE: 17, 21, 22, 24




De EL DÍA Y LA NOCHE

17

Desnúdate en silencio.
La noche se desata
debajo de las hojas,
y en su lechoso zumo
nadarás blandamente.
Es un valle indeciso
el mundo de tu cuerpo,
un inerme alimento
para el musgo que mira
con devorantes ojos.
Deja en orden tus huesos
a orillas de tu almohada.
Descarnados países
suben ya por tu médula:
muertos llenos de espinas
y gastadas pelucas,
y una blandura extraña
en sus rotas gargantas.
Crece un césped nocturno
debajo de esas telas.
Del otro lado yacen
tus vidriosos vecinos:
son ese rumor cálido
que el alba descompone.
Pero apaga esas sábanas.
Oye las dulces cosas
resonar en la lumbre
con que invade sus formas
un perezoso océano..
Acaricia esa copa.
Contempla una vez más
tu rostro hereditario,
la pequeña bujía
bajo la noche inmensa,
y despide tu sangre
junto a ese muro pálido.

De ti sólo conoces
tu pipa de tabaco.

21

El alba ha retornado.
Su lenta furia invade
los límites del mundo,
y su insensible nata
corroe las estrellas.
Ya ha vuelto el imperioso
y resonante día
y abriendo las canillas
caen tus desnudos ojos
con un gran chorro frío.
Contempla sin terror
tu desierta camisa.
Ya casi está la luz
más alta que las flores.

Pronto estará más alta
que tu pobre esperanza.
¡De pie! Bello durmiente.
Regresa a tus vestigios.
Despierta una vez más
en tu lecho nativo.
Se aproximan tus manos
y tu sed te levanta.
Recuerda: ésta es la tierra,
los hombres y las cosas.

22

Adora tu terrestre comida.
Escucha arder tu leve sopa,
desde los campos sonrientes
donde crecía la belleza de esos ojos,
aquel dormir sobre la hierba mojada,
y su gracioso salto de animal silvestre
que es ahora sólo un perdido grito entre las hojas,
un mugido final, y ante ti tu alimento:
esa absorta sustancia que miras en silencio.

24

Cómo os agradezco,
buenas cosas, estar
como antes, a mi lado.
Dejadme acariciaros: inocentes ropajes,
zapatos decididos,
pianos, tendidos muros,
relojes que esperáis
mi inseguro retorno.

Aquí, aquí tenéis
al que huyó con el sueño
en las llameantes sienes.

El terco, claro día
se estremece de nuevo
con su primer albor;
y ese hombre que vacila
aún pegado a la noche
¡con qué grave ademán
coge otra vez su vida
y sale hacia la tierra
con su gesto mortal!

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