martes, 8 de julio de 2014

ENRIQUE MOLINA. FOLLETÍN PASIONAL ENTRE LAS LLUVIAS

FOLLETÍN PASIONAL ENTRE LAS LLUVIAS

                                      
(En memoria de *** muerta por su amante)
¡Despierta, inmensa ciudad!
Las viejas, al atardecer, tejían indefensas lanas,
en sus cubiles ocres, junto al río,
cubiertas de indiferencia y polvorientas arañas.
Las sombras, los parques mutilados,
y las turbias mujeres lívidas paseando perros horribles,
eran ya sólo el paso doloroso de una gran día.
¡Ciudad impura y roída! Con la lluvia sobre las luces,
detiene a esa criatura envuelta en llamas
con una bala en la boca y los cabellos casi agrios,
atravesando uno a uno tus edificios miserables,
-donde sonríen los durmientes: “Soñamos con bellos muertos...”-
Cruzaba todas tus puertas como el viento ciego en los árboles
hasta golpear con su cuerpo en el espacio desnudo.
¡Oh, muchacha de sonriente mejilla! ¡De huracán destinado!
Dormías, sin embargo, con la noche ocupando toda tu piel y tu pelo,
y al amanecer, vestida con ligeros linos, tal una vana diosa,
cantabas entre las verduras y la leche sumisa.
O como una sombra brillante, hundiéndose en los espejos,
con anillos dorados, entre puntillas marchitas,
al compás de los perfumes, los besos y las caricias nocturnas.
Vivías sin saber nada hasta caer en tu herida.
Suaves rufianes de meloso cieno y flores nauseabundas.
Esos gestos, como la arena mortecina...
Hombres que el alba envuelve en vagos lienzos salobres,
mientras el viento que sonríe por las hojas
no ha penetrado nunca bajo sus máscaras azules.
Canallas inocentes, despojos  que el demonio enamora
“¡Qué melodiosa es la hierba húmeda...! –Ah, sólo quien está muerto
puede dormir en esos lechos...!
Hoteles de luz rota por el vicio,
con sus paredes de mágicos papeles mortales,
como charcas estivales, ligeramente corruptas.
Mujeres en cuyo aliento se duerme funeralmente,
atrayendo a sí suaves nieblas con que ocultar ceniza.
Todos con su angustia inmóvil, graciosamente malditos,
subían desde el Bajo a ver el drama.
Ella descansaba, sin cirios, pero espléndida como una infanta.
Y la sangre de sus mejillas cubríale ya todo el pecho.
¡Oh, insensato! Amaste sus hombros pulidos como piedras marítimas.
Su cabeza cubierta de esencias perfumadas.
Y su pesado cuerpo macizo que no era el ensueño ni el aire,
sino algo carnal y terrestre, insaciablemente nítido y enigmático
vibrátil como un bosque cálido, donde la muerte, bajo la piel voluptuosa, latía
         con delicadeza.
Y los redondos pechos colmados por un hálito tibio.
¡Oh, tenebroso mártir!
¿Oyes tu alma gemir alrededor de esos miembros
cuya belleza es ahora una llaga ignorante en tu corazón...?
Pobre cuerpo violado por una luz fulmínea:
“el amor no es tan sólo una sonata”.
Víboras con flores
conducen otra vez la lujuria a su indolente ataúd.
Con el rostro vacío, parecida a una llamarada,
corría la amante, alzando la mirada cárdena,
precipitándose a solas bajo las losas oscuras.
Criatura casi divina entre la tierra y el rayo,
como una niña extraviada en el esplendor de su espanto.
“Abridme”, dijo, y gemía arañando los muros sórdidos,
el rostro lleno de vidrio y la deshecha garganta.
Y cual la luz  en un río, caía envuelta en su estertor,
y ya sin poder salir de él para siempre,
como aprisionada por una vaga espuma rojiza.
La anciana, con sus rugosas manos de corteza,
tanteaba los muebles y el fango de la noche,
ritualmente, buscando el cadáver de su hija.
Pero sólo conseguía derramar los floreros sobre el espacio indescifrable,
entre las grandes burbujas de su corazón.
Ese pavor casi tierno, esa paciencia henchida las ventanas,
como el pájaro atraído por el fruto más puro,
descendía insensible hacia donde la joven yacía,
besada en la boca por el fuego.
Extrañamente yacía, pálida, lejana.
Tan próxima al tumulto y el horror, y ya tan ausente y plácida,
huyendo por su herida en lerdos hilillos rojos.
Pas a paso, tal como sube el vaho hacia el crepúsculo invernal,
sus ropas se le transforman en un sudario empapado,
y su rostro de lava gris sonríe con majestad fúnebre.
Sólo sus pequeños zapatos sabían cómo había caído,
y de qué modo su cuerpo llenósele de blandura
para rodar hasta el suelo, debajo de sus clavículas.
Coronada con luciérnagas muertas,
volaba despacio  la lluvia, alrededor de los amantes,
fríamente  sagrada y distante como un dios
al que apenas conmueve la oración o el alarido.
Goteaba la sangre en los escalones marmóreos,
con pausada opulencia, con sus tallos movidos por una ráfaga espesa y cruel,
calcinada por un triste soplo.
“¡Qué armazón desolada un cuerpo hueco...!”
Estatua que se vacía hasta llevarla una hormiga,
como un cementerio de pájaros, con pequeños huesas brillando...
¡Oh, qué calma devastadora en esa leve forma que ha servido a la vida,
colmadamente, como un prado demasiado pródigo...!
Las raíces del mundo se nutren  de esos frutos.
El asesino, llorando le decía dulces memorias,
unidos para siempre  por el odio y el amor como por dos relámpagos
en el sopor eterno de la tierra, como en el regazo de un sufriente ídolo.
Un silencio bajo, un vasto silencio,
traído por un pobre viento húmedo,
envolvía, como una planta trepadora,
esa muerta de espaldas con los labios destruidos,
que pasaba, ignorante, entre lucientes nubes,
como el aliento frío de los campos.
Frescas violetas corren hacia su viso purpúreo.
¡Oh, Dios oscuro! ¡Oh, impasible y dolorida tierra!
Cumplidos están estos destinos, y algo solemne y denso hacia ti desciende,
como el vuelo de un ángel cuya cosecha fue espléndida.
Algo lleno de sufrimiento y de inocencia,
como una oración repetida desde el infierno,
un sonido de arterias donde el amor ardió de un solo golpe,
de amantes corazones desarbolados hasta el musgo.
Son las rotas sonrisas, los miserables sueños por fin innecesarios,
los cabellos ya desiertos, el rumor de las hojas caídas en vano
bajo los grandes bosques,
conduciendo hasta el fondo de la noche
estos pobres cadáveres mojados por la lluvia.

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