POEMA
TRES
La
mujer de los pechos oscilantes
deja
posar sobre ellos
a las
mariposas,
al
temblor de las hojas en la brisa,
al
aullido del gato nocturno.
Sus
dientes destilan un licor muy dulce,
se
producen también circunstancias incitadoras de
fantasías
y
hay más descripciones.
¿Qué se ha
visto?
Madonas
inasibles yacentes en pantanos perfumados,
sinfonías
de lo profundo del ser en los más hondos
soles
corporales,
vestigios
de la dicha
cuya
llama se irisa en la médula, un clamor
en
la concavidad desolada del día.
Ella
cubre sus muslos y sus brazos
con jaleas
salvajes,
aceite
de palmera sobre la arena suave,
a
sus espaldas el insondable paisaje del océano,
vendedora
de choclos calientes y jugo de ananá,
invoca
la endemoniada dicha de vivir en un país de
la ribera
de las moscas.
Frutas
agujereadas, amores inhóspitos, deserciones,
pasajeros
que esperan en vano que el tren se
detenga
mientras
corre sin fin a través de los campos
polvorientos.
La
luna que tan dulcemente se dora en el campo
es
mi madre cuando tocaba el violín
entre las
lagunas y el pasto dormido,
en
un campo tan dilatado,
rodeada de
montes de naranjos
y
el terco, invencible olor de los azahares.
Levantaba
la lámpara en la noche
cuando
llegaban los ladrones, y el diablo
que
afilaba sus pezuñas en el techo
ya
no podía pasar por las rendijas de las oraciones,
entre
los hierros del rosario.
La veía de
pie, con un vestido
blanco
como el desierto, playa tierna del alma,
envuelta
en una música del origen del mundo,
con venados
rojos, duendes, tesoros,
viajes
inmensos para los niños del asombro.
Y la
ondulante melodía
se
grababa con grandes corazones
en
la corteza de los eucaliptus.
Tocaba el
violín, daba órdenes
al
loro, a las ánimas, a las lagunas,
a
las oscuras criollas de cocina
de
espesas trenzas donde dormía el relámpago.
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